Anteayer estuvo todo el día nevando en Tokio. Desde que me levanté hasta que me acosté, nevando ininterrumpidamente. La Agencia Meteorológica de Japón (JMA) activó la alerta por nieve y algunos medios locales ya apuntaban que la del sábado sería la mayor nevada en Tokio de los últimos 16 años (otros decían dos décadas, otros 60 años…). Finalmente, según la JMA, fue la nevada más intensa en la capital de los últimos 45 años (con 27 centímetros de espesor) pero bueno estas cosas, ya sabéis, no nos las tomamos muy en serio hasta que, por desgracia, empiezan a llegar malas noticias.
Once personas fallecieron y más de 2.000 personas resultaron heridas por la nieve en todo el país (se registraron alrededor de 5.000 accidentes de tráfico). La situación en la zona este y central de Japón se complicó tanto que cerraron numerosas vías, cancelaron trayectos en tren, 800 vuelos fueron suspendidos, más de 40.000 hogares se quedaron sin suministro eléctrico… Un caos del que Japón se ha recuperado casi por completo aunque las consecuencias han sido fatales. Es, sin duda, la cara amarga de la nieve.
La cara dulce, y en un segundo plano, por supuesto, son los paisajes que nos deja la nevada además de simpáticos muñecos de nieve como el que tenéis aquí abajo.
También -no pueden faltar- anécdotas de todo tipo. Hoy todo el mundo tenía algo que contar. Dos amigos tardaron quince horas en recorrer un trayecto que normalmente dura tres, mi profesora de japonés se hizo un esguince en la muñeca al retirar con una pala la nieve que tenía bloqueada la puerta trasera de su casa y una periodista se tuvo que buscar un karaoke a las dos de la mañana del sábado porque se le había estropeado el micrófono en medio de la grabación del temporal. Sí. Era yo. Me podéis imaginar suplicando a un chico japonés que trabajaba allí que me dejara un micrófono. También podéis imaginar su cara de asombro y, con mi japonés/indio, cómo le expliqué que trabajo para una televisión española, que quería informar de lo que estaba pasando en Tokio, que el micrófono me fallaba, que a esa hora no podía comprar uno y que necesitaba que me hiciera ese favor. Después de escucharme atentamente, me pidió que esperara un momento. Apareció con una taza de sopa caliente y una toallita -también caliente- de las que siempre te dan aquí en Japón cuando entras a un restaurante o similiar. Se volvió a ir. Apareció hablando por teléfono. Me miró. Colgó. Cogió otro teléfono. No habló y desapareció.
¡A los quince minutos volvió con un micrófono! ¡Viva! Viva! Me dieron ganas de abrazarle, de mantearle pero creo que habría llamado a la policía informado de que una desequilibrada española le estaba contando una historia rara y que le pedía un micrófono.
Acabé mi trabajo y le devolví el micrófono repitiendo varias veces «Doumo arigatou gozaimasu» sin dejar de menear la cabeza. Le prometí que volvería. A cantar, claro.