Melbourne y La Grat Ocean Road nos dejaron un buen sabor de boca. Fueron cuatro días muy intensos en los que por un lado pudimos disfrutar de la naturaleza australiana con sus koalas, canguros y pingüinos salvajes y por otro descubrir una ciudad vibrante, pero lo más importante fue reencontrarnos. Hablamos por los codos, nos contamos en persona cosas que ya habíamos hablado con una pantalla de por medio, nos hicimos miles de fotos y todas en grupo, nos reímos, mucho, muchísimo… Y nos dimos tantos abrazos que tengo el depósito lleno. Dijimos así adiós a Melbourne y nos preparamos para dar el salto a Sidney. Sí, ¡Sidney!
Mi sensación al llegar fue un tanto irreal. Es una ciudad que muchos tenemos idealizada. Tanto tiempo pensando en conocerla, leyendo miles de cosas, apuntando visitas obligadas y de repente, estás ahí. Como sabéis, contábamos con una guía de excepción y en nuestro primer paseo ya nos regaló una de las imágenes más bonitas que guardo en mi retina: la Ópera de Sidney.
Llegamos al atardecer. Había llovido un poco pero eso no enturbió en absoluto nuestro primer encuentro con uno de los edificios más famosos del mundo. Había algo especial, muy bucólico, que hizo que pasáramos un buen rato contemplando y fotografiando la ópera.
Me habría quedado allí horas; pensaba que no volveríamos a verla pero estaba equivocada: la Ópera se convirtió en nuestro centro y, alrededor de él, íbamos avanzando y descubriendo más y más la ciudad. Volvimos a verla muchas veces y… (¡no me quiero adelantar!)
Al día siguiente pusimos rumbo a otro de los símbolos de la ciudad: el Puente de la Bahía de Sidney.
Además de por su grandeza, este puente también es importante por su funcionalidad: une la parte financiera con la costa norte, una zona residencial y comercial. Cruzarlo es un paseo altamente recomendable, la visión de la ciudad es distinta.
Ofrece otra perspectiva de la Ópera y de la zona financiera. Esta imagen me encanta.
Me gustaría también que os fijarais en esta otra, con la que podéis visualizar la zona residencial y comercial de la que os hablaba anteriormente y que se encuentra al otro lado del puente.
Y sí, piso el freno. Sidney es más que la Ópera y que el Puente pero quiero aclarar que no es que haya una decena de lugares que tienes que visitar; no es que sea obligado entrar en un museo en concreto… Sidney no es de esas ciudades. Sidney es para vivirla, para disfrutarla como si fueras uno de ellos y, a nuestra manera, eso hicimos.
Nos fuimos hasta el centro financiero. Nada excepcional en cuanto a edificios se refiere – sin restarle grandeza, como el de cualquier otra gran ciudad- pero la diversidad cultural que allí nos encontramos me llamó mucho la atención. Había gente de todos los rincones del mundo maletín en mano, comiendo mientras caminaba o hablaba por teléfono. La verdad, pensaba encontrarme un centro plagado de australianos y australianas y no fue así. Por cierto, en esa zona vi por primera vez en escudo de Australia. No sé si podéis apreciarlo bien en la imagen inferior: tiene dos animales, un canguro y un emú. ¿Sabéis por qué eligieron esos dos animales? Además de por su presencia en el continente, porque ninguno de los dos puede andar hacia atrás. Pretendían simbolizar así que Australia sería una nación que nunca volvería atrás si no que siempre iría avanzando.
Una de las ventajas que tiene Sidney y que la hacen muy atractiva es que es ciudad de costa y eso, casi siempre, es sinónimo de playa. Lógicamente teníamos que disfrutarlo también así que madrugamos un poquito y ¡en marcha! Claro que antes había que tomar un buen desayuno y lo hicimos aquí, en el Coogee Pavilion, a modo de brunch con zumo orgánico de por medio (cien por cien australiano).
Recorrimos toda esta parte. Andamos mucho rato pero el tiempo era perfecto para ese paseo y las vistas fantásticas. Conocimos también otra manera de vivir la ciudad: otro ritmo, otro estilo, menos trajes y más ropa deportiva, muchas familias, pequeños que iban al colegio…
Y llegamos hasta aquí: Bondi Beach, una de las playas más famosas que en verano está a rebosar y, no me extraña. ¿Os imagináis un baño en esa piscina? Es pública, su precio es de unos cinco euros al cambio y el agua es del océano…¡Pero por favor, qué maravilla!
Y, no, no he acabado porque las maravillas en esta zona continúan. Si os fijáis bien en la imagen superior, podéis ver algunos puntos negros en el agua. Son surfistas que, evidentemente, no podían faltar en un post que habla de Australia. Están por todas partes, playa que veíamos, surfistas intentando coger olas… Y sí, son guapísimos, altísimos y todo lo «ísimos» que os podáis imaginar. Lectores, lectoras, lo de los chicos australianos un escándalo.
Pasaron los días y nuestra escapada australiana, nuestro encuentro, se acercaba a su fin. Tan sólo nos quedaba una tarde por delante y todos teníamos en la cabeza seguir devorando la ciudad pero mi querida hermana nos tenía una sorpresa final que jamás olvidaremos: entradas para ver el Ballet Nacional de Australia ¡en la Ópera!
¡Nos volvimos locos! Increíble poder entrar, increíble la orquesta, increíble la coreografía… pero lo más increíble fue cuando mi hermana sacó las entradas. ¡Anaaaaaaaaaaaaaa!
Y así, con la emoción a flor de piel después de volver a la Ópera juntos por última vez y estar dentro, llegaba el peor momento del viaje. El de decir «hasta pronto», porque «hasta mañana» no podíamos decir; el de decir «escribidnos al llegar» en lugar de «¿a qué hora nos levantamos mañana?», el de abrazar más fuerte que nunca porque el próximo abrazo tardará en llegar…
-Gracias hermana, gracias papá, gracias mamá-
[Mi viaje continúo… pero cambié de continente así que la última parada antes de volver a Japón, el próximo miércoles.]