Os escribí emocionada antes de volar a España. Calculaba unas 25 horas entre traslados y vuelos. No valoré la posibilidad de ningún retraso ni de ninguna incidencia. Me las prometía taaaaan felices…
Bien. ¿Estáis listos para leer mi odisea?
Sentada en mi asiento, con el cinturón abrochado, sentí esa fuerza trasera en el avión previa a despegar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete segundos y ¡frenazo! No llegamos a despegar y el avión se queda parado en un lateral. Nos informan de que hay una avería que pretenden solucionar en unos minutos. Una hora después, nos hacen bajar y nos trasladan en autobús a una sala donde pasamos otra media hora para decirnos que nos van a mandar a un hotel. «¿A un hotel? ¿Para qué? ¿No vamos a volar hoy? —le pregunté a la señora encargada de informarnos— No, hoy no va a ser posible. Les intentaremos realojar en las próximas 48 horas— me contestó —¿Perdón? ¿48 horas? No puede ser, imposible. Mire, llevo 5 meses esperando este día; soy española, vuelvo a casa por Navidad, mi familia me espera mañana en Madrid— le respondí con un tono de tragicomedia esperando un poco de compasión— Señora, no podemos hacer nada».
Bueno, me aparté, triste, y vi como casi todos los pasajeros afectados aceptaban la opción del hotel sin rechistar (la mayoría eran japoneses). Yo no pensaba irme al hotel cuando mi casa estaba a una hora en tren así que, con un chico holandés que tampoco se quiso ir, nos pusimos a buscar vuelos y vimos que en 8 horas ¡salía uno a París! Rápidamente nos abalanzamos sobre la única persona que quedaba por allí, le enseñamos el móvil, le insistimos, le dijimos que teníamos que volar sí o sí, que por favor, que no podíamos esperar… ¡Le dijimos de todo! «Voy a ver qué puedo hacer», nos contestó.
Dos horas después, volvió con buenas noticias. «Ustedes podrán volar hoy a sus destinos vía París» ¡A París! ¡Toma! ¡Donde sea! Nos daba igual, ¡sólo queríamos volar! Y volamos, sí, después de recoger las maletas, salir de la zona de pasajeros, volver al mostrador, facturar, pasar los controles…
Llegamos a París a las tres de la mañana y me consiguieron un vuelo para Madrid a las siete y media. Ya me daba igual, estaba muy cerca de casa, ¿qué suponían cuatro horas muertas más después de todo lo que había pasado?
Pasadas tres horas, llegó el momento de separarnos. Sí, sí. De separarnos. Os he hablado todo en rato en plural porque el chico holandés y yo compartimos aventura. Él también volvía a casa después de muchos meses y no se resignó. Los dos salimos victoriosos de la avería del avión. Fueron muchas horas y, os podéis imaginar, te da tiempo a hablar de todo pero, cuando nos fuimos a despedir (él volaba a Amsterdam), nos dio un ataque de risa porque ¡no nos habíamos preguntado ni el nombre! «¡Adiós! ¡Que te vaya muy bien en la vida!» Estaba enloquecida, muy contenta porque, en menos de tres horas estaría viviendo “mi momento aeropuerto”
Lo reconozco. En el momento de la foto, ya estaba llorando. Emocionada, feliz y muy cansada pero con ganas de abrazar a los que me esperaban al otro lado de la puerta. Y fue increíbe. Todos llorando, abrazados muy fuerte mientras escuchaba a unas señoras que nos decían que parásemos, que ellas tampoco podían parar de llorar