Cuando trajimos a Carlota a Japón éramos conscientes de que tendríamos que cambiar de piso. Ni en nuestro edificio ni en nuestro apartamento está permitida la entrada de perros así que, después de otro mes de búsqueda infernal y papeleos, nos mudamos.
Eran las nueve menos cinco de la mañana cuando, con toda la casa metida en cajas, miré por el balcón para comprobar si el camión de la mudanza ya estaba aparcado. No fue así, sin embargo, vi a una señora moviendo los brazos mientras decía «¡Maite san, Maite san!». Era la dueña de Leo, uno de los perros amigos de Carlota con la que hemos compartido muchos paseos. Me hizo un gesto de que me esperaba abajo; le puse la correa y nos fuimos a verles.
Justo al bajar, nos encontramos con el conserje. Me dijo que el camión de la mudanza justo había llegado. También, que se tenía que ir antes y que se quería despedir de Carlota. Cada mañana nos saludaba y jugaba un poco con ella y ella se acostumbró tanto a esa rutina que lo primero que hacíamos al bajar era estar unos minutos con él. Habla muy rápido japonés, ¡yo le entiendo el 40%! Pero nos ha tratado fenomenal desde el principio y ha guardado el secreto de que Carlota estaba allí estos meses. Le dio mucha pena despedirnos. A mi también.
En ese momento fui consciente de que nos íbamos, de que cambiaba el entorno que habíamos llevado hasta ahora en Tokio, de que cerraba una etapa increíble. Todo ha sido tan rápido -y la vida va tan deprisa- que ni me había parado a pensar que ahí, en esa casa, he disfrutado de mis dos primeros años nipones, que decía adiós a mi primer piso nipón. Me acerqué y hablé con los chicos de la mudanza unos minutos, cruzamos el paso de cebra y fuimos al encuentro de Leo y su dueña.
Se pusieron a jugar, como siempre, y ella me dijo que había venido a despedirnos (ya habíamos hablado dos días antes de que ese día nos íbamos). Le pregunté que cuánto tiempo llevaba ahí y me dijo que ¡casi una hora! Pero que era su día libre, que no me preocupara. Me había traído, además, unos regalos.
Un paquete con distintas bolsas de te y un pañuelo con “su Leo” me dijo. Cuando lo abrí, entendí porqué me había dicho eso. Uno de los tres perros del pañuelo tiene la misma silueta que Leo.
Pero la improvisada despedida no había finalizado. Aparecieron por la calle de arriba otros dos amigos de Carlota con su dueño. Este chico siempre me habla de fútbol español y también de Rafa Nadal pero normalmente nos vemos en el paseo de la noche. Me sorprendió verle por la mañana pero me comentó que la dueña de Leo le había dicho que hoy nos íbamos y quería despedirse.
¿Sabéis cómo me sentí? Además de emocionada, muy arropada. Sentí calor, cariño, afecto. Sentí ser alguien para esas personas con las que no había compartido nada más que paseos perrunos. Me sentó muy afortunada.
Nos despedimos de él y de sus dos perros (lógicamente él tiene nombre pero no he conseguido memorizarlo). Pos su parte la dueña de Leo me dijo que se quedaba con Carlota en el parque hasta que acabáramos y así podía estar yo con los de la mudanza, ¡qué maja!
Una hora después, bajé para despedirme y recoger a Carlota. Le di las gracias por su tiempo y sus detalles y ya casi con mi último gracias en la boca me preguntó que cómo iba a ir hasta la nueva casa. Le dije que iría en metro con Carlota. Me respondió que no hacía falta, que nos montábamos los cuatro en su coche ¡y que nos llevaba! Le agradecí decenas de veces su ofrecimiento; insistí en que no hacía falta, en que bastante nos había ayudado ¡pero no hubo manera! Así que…
¡HASTA EL PRÓXIMO MIÉRCOLES!