La presencia de Carlota en Tokio hace que salga y entre en casa tres veces más que antes. Mañana, tarde y noche -entre semana- paseamos por el barrio para que haga sus necesidades, disfrute, juegue con otros amigos perros… aunque a veces Carlota hace otro tipo de amigos. Os cuento.
Esta semana en Tokio las temperaturas están siendo más suaves, ya superamos los diez grados y si no hace mucho viento, un paseo sobre las cuatro y media de la tarde sienta de maravilla. Cuando salimos de casa, lo primero que nos encontramos es esto:
Es una suerte contar con un trocito de césped justo en la puerta; los primeros diez minutos los pasamos ahí y después, nos vamos a recorrer las manzanas colindantes pero, anteayer fue distinto. Estábamos jugando con una pelota en el césped y durante mi último lanzamiento empecé a escuchar “¡guachan! ¡ guachan! ¡guachan!“ (la manera cariñosa de llamar aquí a los perros; el sufijo -chan también lo añaden a los nombres de los niños o de personas muy muy cercanas. Por ejemplo, yo sería “Maichan”). Miré hacia atrás y vi a un niño pequeño, de la mano de su madre, señalando a Carlota y muy emocionado. Seguía diciendo “¡guachan! ¡guachan!” mientras su madre trataba de decirle algo. Yo le miraba sonriente y, de repente, veo como el niño le da la mochila a su madre y se dirige hacia mi mientras ella permanece en el mismo sitio.
El niño, de unos cinco años, se detiene frente a mi y me dice unas seis o siete frases de las que yo sólo entiendo estas palabras sueltas: perdona, jugar, perro, correr, pelota y mi madre. Claro, yo en otra situación siempre les digo a los japoneses que si me lo pueden repetir un poquito más despacio pero en este caso le dije «¡Sí, sí!”», ¿qué iba a hacer? Entonces, para tomar las riendas de la situación, le di la pelota para que la tirara. Así lo hico y él se puso a correr, Carlota con él, yo con ellos y así sucesivamente. Varias carreras después me pregunta si es macho o hembra y que si come pescado. Me dice algo más, le digo que no le entiendo y se ríe. De repente me da por mirar a la madre. Pensé que seguiría en el mismo sitio pero ¡no! ¡La madre no estaba! Y, llamarme alarmista pero me asusté porque ¿qué hago yo con un peque japonés? Es decir, ¿qué pasa si la madre ha desaparecido? ¿O si ha pasado algo? Justo el niño me coge de la mano y me dice que quiere correr todos juntos, entiendo que quería que echáramos unas carreras. Bien, echamos la primera y cuando llegamos al otro lado le pregunto «¿dónde está tu madre?» y me dice varias frases de las que yo deduzco que está en el supermercado (¿¡en el supermercado!?). Bueno, habían pasado unos quince minutos, «podemos jugar un poquito más y esperar a ver si vuelve»- pensé. Entonces el pequeño decide sentarse y Carlota se pone a su lado, panza arriba, para jugar y revolcarse por la hierba, ¡estaban los dos encantados! pero yo no podía ocultar mi preocupación. Dieciocho, veinte, veintidós minutos y el niño me pregunta que qué hora es. Le respondí que eran las cinco de la tarde a lo que él replicó murmurando algo… Y de repente, «¡Mama! ¡Mama!», exclamó (aquí utilizan también ese término pero con acento en la primera a). Dejó la pelota y salió disparado hacia su madre. Yo respiré tranquila pero, la verdad, no entendía nada. Mire hacia ellos que se estaban acercando juntos. La madre, en inglés, me agradeció que hubiera dejado que su hijo jugara con mi perro y que me hubiera encargado de él ese ratito a lo que sonreí diciéndole que encantada. Se fueron repitiendo muchas veces su gratitud, muy típico en japonés.
Pero, ¿por qué os cuento esto? Puede que os parezca un hecho sin relevancia pero para mi fue algo especial, me sentí una más en la vida real nipona. Que el peque se dirigiera a mi, cómo estuvo conmigo ese ratito y la tranquilidad con la que una madre dejó a su hijo con una desconocida extranjera me sorprendió mucho.
Se lo he contado a varias amigas japonesas y bueno, desde luego que no es algo habitual pero tampoco les pareció tan raro. Cuando el niño se acercó a mi seguramente me diría que su madre tenía que hacer la compra y que a él le gustaría quedarse con el perro pero que tenía que pedirme permiso. Como yo le dije tan rápidamente que sí, ella vio que su hijo se ponía a jugar y se fue tan tranquila al supermercado.
Ni ayer ni hoy nos hemos visto pero estoy segura de que volveré a escuchar la misma voz diciendo «¡guachan! ¡guachan!».